Lo que no pudo ser
- Julio Marchamalo
- 16 abr
- 3 Min. de lectura
Actualizado: hace 5 días
Es 16 de abril, Miércoles Santo de 2025. Salgo de la estación de Callao con la cámara colgada al hombro y me dispongo a abrocharme en la chaqueta la acreditación que recogí hace dos días para fotografiar la estación de penitencia de la Hermandad de los Gitanos de Madrid.
Madrid lleva sumido en una cortina de nubes constantes prácticamente dos meses. El dorado sol español que tanto envidia el resto de europeos hace tiempo que se esconde para legar su protagonismo a unas lluvias persistentes y bastante agresivas. A las 19:12 noto caer las primeras gotas según entro en la Parroquia del Santísimo Cristo de la Salud, sede de la Hermandad de los Gitanos en Madrid.
Dentro de la iglesia se respira un ambiente de fervor difícil de explicar con palabras. Los miembros de la hermandad se asemejan a una perfectamente estructurada colonia de hormigas. Detrás de un movimiento aparentemente azaroso se esconde una organización milimétrica donde cada miembro tiene su papel, sus tareas y donde no falta el compañerismo y la ayuda al prójimo. El ir y venir de personas colocando costales, arreglando capas y encendiendo cirios es una impresionante prueba de eficiencia en un espacio y tiempos muy limitados.
La Hermandad de los Gitanos está preparada en tiempo récord, pero es entonces cuando las malas noticias llegan de parte del Hermano Mayor: "la Junta ha decidido retrasar la salida en espera de que amainen las lluvias". Miro por la puerta para ver que la gota que sentí al entrar en la parroquia se había convertido en un mar de lluvia de pesadilla. Es entonces cuando me doy cuenta de lo absorbente que ha sido la escasa media hora que llevaba encerrado en la iglesia con ellos.
Tras la noticia, el ambiente se inunda de una contagiosa sensación de desasosiego. Incluso yo mismo, que poco o nada creo en Dios, no puedo sino llenarme de una extraña sensación de desazón. Una estación de penitencia va más allá de la fe, pues su intención se fundamenta en unas férreas raíces de esfuerzo, hermandad y empeño. Es entonces cuando las caras se alargan, los trajes se desmontan y da comienza una curiosa penitencia de la incertidumbre.
A la espera de buenas noticias el reloj corre, y cada minuto oscila entre la esperanza y la desesperación. Los nervios están a flor de piel pues son muchos meses de preparación, ensayos y expectación condensados en unos pocos minutos de indecisión.

La espera se alarga y, aunque se realizan dos intentos de salir, las lluvias persistentes apelan al sentido común. El Hermano Mayor comunica la decisión final de la Junta y anuncia, con lágrimas en los ojos, que no se realizará la estación de penitencia para preservar la seguridad de la imagen y de los miembros de la Hermandad. Es entonces cuando las lágrimas afloran en los hermanos y hermanas, dejando imágenes dignas de nuestra memoria.
Tras este acontecimiento no puedo dejar de pensar en la belleza del fracaso, de lo que no pudo ser. Si bien el éxito es lo que habitualmente buscamos como seres humanos, especialmente en esta sociedad de excesiva productividad, la mayoría de las veces éste se envuelve de un halo de frialdad, superioridad y distanciamiento hacia el prójimo. En cambio, es en el fracaso donde las personas realmente compartimos y nos acercamos unos a otros, física y espiritualmente. En definitiva, es en el fracaso donde podemos ser más humanos.